El vestido perfecto

A pesar de que pareciera que Sara nunca se interesó en el matrimonio, cuando conoció al hombre perfecto no dudó en comprometerse y ahí fue justo el inicio, el vía crucis en el que me vi metida sólo por ser buena amiga, o por no saber decir que no a la primera de cambios… Me decía Marijós al teléfono mientras yo preparaba la comida.

De verdad María, no sabes lo difícil que fue
encontrar el vestido perfecto para Sara. Quizá tantos años de soltería la
volvieron muy exigente e inflexible, o tal vez fueron esas ideas tan arraigadas
que tenemos todas con respecto al ajuar matrimonial que, a veces, la realidad
te da en cara y te resulta demasiado complicado materializar el sueño.

—Marijós —comentaba yo mientras ponía la lasagna en
el horno—, es inusual que tú exageres en algo. No me dejes con la imaginación
volando a todo lo que da, así que mejor cuéntame qué es lo que te ha pasado con
esa amiga tuya de la infancia que ahora ha decidido casarse.

—Pues no sé si a ti te dio la misma impresión cuándo
la conociste, pero yo jamás me imaginé que Sara tuviera una imagen tan, pero
tan, específica de cómo quería verse el día de su boda. No sé, de hecho pensé
que con tanto trabajo y tanto éxito, el matrimonio no era algo para ella.

Pero como dicen por ahí, suponer no es nada bueno,
porque te das cada sorpresita… Y eso fue lo que me sucedió a mí cuando me llamó
para pedirme que la acompañara a probarse varios vestidos para su Gran Día. De
hecho, pensé que sería algo tan sencillo que hasta le extendí la invitación
para comer una vez que termináramos de danzar por las tiendas de novia.

—¿Y entonces, en dónde se rompió el encanto? —le
respondí ya sentada y tomándome una calientita taza de café para bajar un poco
el calor de estos días de primavera tornada en verano de la noche a la mañana.
Y sin siquiera respirar, Marijós retomó su narración.

—Resulta que empezamos con una de las tiendas de
novias más lindas que hay en Guadalajara. Ya sabes, de esas que tienen los
vestidos más elegantes y hermosos traídos desde Europa y que con cualquiera de
ellos una mujer se ve simplemente divina.

¡Ah!, pero no Sara. Ella se probó un par un tanto
“parecidos” a la imagen mental que tenía para su boda. Sólo que no le gustaron.
No le llenaron el ojo o la imaginación, no lo sé, sólo sé que a partir de ese
momento buscamos y buscamos por todas las tiendas que hay en la ciudad y la
comida se tornó cena.

Ya con un poco de tranquilidad acompañadas por una
copita de vino tinto durante la cena, Sara me describió el vestido de sus
sueños, ese con el que se había visualizado como la novia más hermosa del mundo
antes de dedicarse de lleno al trabajo y convertirse en una mujer llena de
éxito sin tiempo para las cuestiones del amor y mucho menos del matrimonio.

Sí, María, como te lo estás pensando. La idea que
Sara tenía, pese a ser una mujer de refinados gustos y sumamente elegante en su
vestir, era un tanto ochentera con pequeños toques de los primeros años
noventas que ya nada que ver con la actualidad. Así que esos merengues con los
que ella estaba soñando eran algo del pasado pasado.

Sin que Marijós lo mencionara, podía escuchar que
caminaba alrededor de la mesa del comedor de su casa, signo inequívoco de que
estaba estresada.

Te juro, amiga, que no supe cómo decirle que esos
faldones y esas bombas en las mangas son cosa del pasado, que ahora los diseños
son tan pero tan diferentes… Y es que la veía tan entusiasmada con esa “imagen”
que se creó en la mente de la boda perfecta, que de plano no me atreví a
regresarla al siglo veintiuno.

No fue sino hasta el día siguiente que acudimos a
visitar a uno de esos afamados diseñadores, cuando bruscamente, Sara, volvió a
la realidad.

Este diseñador, con toda su fama a cuestas, olvidó la
diplomacia y la cortesía en otro pantalón y después de escuchar la descripción
que hizo Sara del vestido de sus sueños, empezó a reír de tal forma que ella y
yo quedamos más que confundidas.

Sin darnos oportunidad siquiera de reaccionar,
comenzó a decirle que esas “cosas” que ella quería estaban fuera de contexto,
que él por ser una clienta tan especial estaba dispuesto a hacer algo parecido,
pero que no garantizaba siquiera que Sara se viera bonita con tal ajuar.

Cuando Sara reaccionó, se levantó, y con la voz tan
serena como le fue posible, aún cuándo el coraje se le veía en el rostro y las
lágrimas empezaban a salir, le agradeció su amable tiempo y salió a toda prisa.
Y claro, yo corriendo detrás de ella.

En el auto Sara comenzó a llorar y reconoció que una
vez, cuando era muy joven, vio a una bella novia con un ajuar tan maravilloso
que deseó verse igual a ella en el día de su boda. Y luego esas ideas se fueron
al baúl de los recuerdos para ser sacados a últimas fechas, el día que Juan le
pidió matrimonio.

¡Ay, María!, no sabes como me sentí en ese momento.
No me salían las palabras, sólo atiné a tomarla de la mano y dejarla que
llorara lo que tenía que llorar. Una vez que se fue calmando, entre sollozos,
me dijo que regresaríamos a la primera tienda que habíamos ido y ahí se
probaría todos los vestidos hasta que encontrara el perfecto.

—¡Cielo santo! —atiné a decir para continuar con la
obligada pregunta— ¿Y luego qué pasó?

Bueno, pues resulta que en nuestro tercer día de búsqueda
nos pasamos toda la mañana y tarde entre prueba y prueba hasta que encontramos
uno con el que Sara se veía hermosa, realmente rayando en lo divino. Un diseño
ultra moderno y elegante que le costó dejar su “vestido ideal”, pero que bien
valió la pena el cambiazo.

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