La adopción de los perrhijos en las parejas millennials
Han logrado pasar de novios a pareja y eso representa todo un triunfo en estos tiempos. El matrimonio aún te parece una apuesta lejana a la que no deseas aventurarte sólo por la gran fila de corazones caídos que has visto desfilar en las generaciones pasadas (padres, hermanos, incluso, uno que otro amigo), por lo que, por el momento, la mejor apuesta para ti parece ser la unión libre, opción por la que la gran mayoría se decanta sin siquiera saber que a los cinco años se adquieren los mismos derechos que en el matrimonio civil.
Meditas el costo de la vida: arrendamiento o compra de un bien inmueble, inestabilidad o precariedad laboral, acceso a la salud, etcétera, y es en ese momento cuando te subes al tren de “tengamos un perro en lugar de un hijo”… Pero, ¿qué tan buena resulta esta apuesta?
En la generación millennial muchas cosas han cambiado, desde la forma de entablar un noviazgo (con su consecuente inmersión e incluso intervención en redes y nuevas tecnologías), la decisión mayoritaria de tener un noviazgo sin independizarse de la familia (fenómeno de infantilización), hasta la negativa de asumir compromisos largos (matrimonio e hijos). Claro, cabe aclarar que no todos los millennials son así; sin embargo, las tendencias a nivel mundial, incluyendo América Latina, muestran que en las capas medias de este sector poblacional existe una gran propensión a la inmadurez debido al estilo de vida trendy y cool que brinda la oportunidad de experimentar vivencias y adquirir bienes que anteriormente no era posible, el sobretrabajo y las relaciones mediadas por múltiples tecnologías que ayudan a mantenernos cerca en un mundo donde el tiempo cada vez se vuelve más preciado ante los imperativos del incremento de las cargas laborales y el coste de la vida.
Ante este panorama, muchas parejas deciden vivir en unión libre y adoptar animales, perros o gatos en su mayoría, como una fase intermedia que les permita medir si convivir con esa pareja vale el riesgo para dar el siguiente paso de casarse y tener hijos; sin embargo, la situación no resulta tan fácil como parece, ni los consejos demasiado útiles cuando decide echarse en marcha. Veamos el por qué.
Las ‘tintas medias’ de tener un perrhijo
“No tenemos un hijo, pero sí perro, es lo mismo”, dice María quien habita en la colonia Roma y saca a su mascota todos los días a dar un paseo, sobre todo los domingos al lado de su esposo Esteban.
Tener un perro y un hijo no es lo mismo ni un equivalente. Un perro es una mascota que puede llegar a quererse muchísimo e incluso volverse parte de una familia ya sea establecida o en vías de construcción; pero, no es un hijo. Un hijo, a diferencia de un animal, requiere una responsabilidad mayor porque lo que estás formando es una vida para enfrentar el mundo en el futuro; darle principios y valores requiere de fuerza, unión y mucho coraje. Un perro por más inteligente que sea, es un animal domesticado o entrenado y sigue siendo de otra especie; su función es la de proporcionar acompañamiento, es un complemento.
Tener una mascota como hijo, sin que sea precisamente la responsabilidad de un hijo, implica que aunque no tengas con él los cuidados que podrías tener con un bebé, sí tienes que estar al pendiente de él en muchos aspectos, por ejemplo, en su alimentación, ¿qué tipo de alimento le das?, darle sobras de comida, huesos o dulces es lo peor que puedes hacer ya que incluso los animales llevan una dieta especial. Una mascota también requiere visitas periodicas al veterinario, ponerle todas sus vacunas, desparacitarlo, sacarlo a pasear, contar con espacio adecuado para su crecimiento como puede ser un patio o jardín grande, por lo menos una terraza, y no dejarlo encerado o solo durante horas y menos aún en espacios reducidos.
Pero, ¿qué pasa cuando ese ideal de tener un perrhijo se echa por tierra y descubres que tenerlo no es tan fácil como cuando vivías en casa de tus padres y que, en realidad, todo se vuelve un desastre que, incluso, puede impactar directo en tu relación?
Cuando las cosas se ponen feas…
Tener un perrhijo no es tan fácil como creías, cuando:
- Saca los papeles de baño y hace toda una fiesta por todo el apartamento.
- Llegas después de una larga jornada laboral y descubres tus zapatos favoritos destrozados.
- La caja del cereal abierta y distribuida por toda la sala.
- Una fuente incesante de deshechos más allá del periódico o el área que le asignaste.
- Las croquetas remojadas en agua como frutilopis en leche.
- Las sabanas y cobijas mordidas.
Con estas y otras situaciones así de desafiantes puedes toparte cuando tu perrhijo pasa de ser tu Gizmo querido a un horrendo gremlin capaz de provocar tremendos surcos en tu expresión facial y una que otra explosión tipo volcán Krakatoa en tu garganta. Es en ese momento cuando te preguntas, ¿pero a quién se le ocurrió la genial idea de tener a esta animal? Y es ahí cuando apenas comienzan los problemas.
La responsabilidad recae, así, en quien decidió adoptar al animalito sin antes prever todos sus desastres, limitándose a contemplar el idílico escenario de la belleza y felicidad infinita de sacarlo a pasear los domingos junto con todos aquellos que se subieron al mismo tren. La culpabilización del eterno ¡tú!, te perpetúa la sesera como un martillo incesante o como el instrumento de tortura de la gota que usaba la inquisición. Los domingos en pareja dejan de ser iguales pues ahora hay un can en medio de los dos, en el mejor de los casos, o que brinca incesantemente para despertarlos y que le saquen a pasear, cuando ciertamente lo único que desearían es levantarse hasta que el calor del sol se haga evidente y el cansancio de la semana desaparezca.
El perpetuar ese ciclo infinito es lo que desgasta la relación. El culpabilizar y el no enfrentar las responsabilidades es lo que conduce a muchas parejas a regalarlos, a dárselos a otro miembro de la familia o, lo más triste y cobarde, abandonarlos en la calle en aras de salvar su relación, cuando lo cierto es que estos animales no pidieron formar parte de una fantasía, pero sí se volvieron parte de una realidad donde ellos, a pesar de sus destrozos, son inocentes y no merecen ser desechados pues sólo brindan compañía y afecto.
Así, dependerá de cada familia que los adopta: formarlos, educarlos, cuidarlos y protegerlos como ellos nos protegen a muchos y nunca abandonarlos. Por eso antes de formar en tu mente una fantasía o un idilio, o ‘probar’ ante la cobardía de asumir otro tipo de responsabilidades, ten en mente que: una mascota, del tipo que sea, es y va a ser siempre un compromiso; que ellos no decidieron ser adoptados, tú sí tuviste la oportunidad de meditarlo y debes aceptar las obligaciones que de ello se derivan; que un perro no es un hijo, pero tampoco un experimento en tu “haber sí chicle y pega”, pues son seres vivos y como tal merecen respeto, amor y cuidados.
El tener un perrhijo es una opción, sí claro, cuando ya tienes una familia sólida y estable, cuando se convierte en el compañero de juego de tus hijos, cuando tras el paso de los años una vez que tus hijos se fueron se vuelven tu compañía en la madurez o, en el más álgido de los casos, cuando tienes una enfermedad degenerativa grave que empeora tu condición y que no desearías transmitir a tu descendencia; pero, el adoptarlos como una opción previa a la formalización de una relación no siempre resulta una apuesta certera. Para todo hay tiempos, tiempo de crecer, madurar, experimentar, de pensar en una familia, de formar una propia y de envejecer con calidad de vida.
Piensa cuando adoptes un perro que éste no es un juguete, no es desechable y, sobretodo, considéralo como lo que es: una mascota, un animal de compañía que puede coadyuvar en diversas áreas, pero nunca sustituir a un hijo por más imperativos que la vida actual tenga. Aprende a darle su lugar a cada cosa y a asumir responsabilidades.
* Mireille Yareth, comunicóloga e historiadora, contáctala en: [email protected]